DON RAMIRO Y SU GLORIA


caballero cabalgando

 

DON RAMIRO Y SU GLORIA

La noche se cerró sobre el jinete y su cabalgadura. Sin luna, nublada y con una tormenta en ciernes. Una gruesa capa de niebla comenzó a bajar. Don Ramiro, pese al peligro, no aminoró su alocada carrera a campo traviesa. Confiaba en Rocín, al que domó de protrillo, tanto como para galopar a ciegas. Además el castillo de Don Leopoldo estaba en una ruta que había transitado muchas veces para enfrentar a los moros en sus tiempos mozos. Aunque apenas viera las crines de su monta al viento, agachado sobre su cuello, no dejaba de espolearla para que ni siquiera pensara en detenerse en busca de un breve respiro. Tenía mucho que hacer y una sola noche de tiempo. Al alba, bien lo sabía, estaría en el paraíso terrenal o en la fosa mortuoria. Blanco o negro, así había sido toda su existencia, sin lugar para cómodos términos medios.

Pese a que llevaba unas tres horas de cabalgata, no sentía ni el peso de la armadura, ni los raspones que su invicta espada toledana cada tanto le causaba, ni fatiga alguna. Solo se quejaba del molesto sudor de su frente que frecuentemente se deslizaba en sus ojos, sin que pudiese alcanzar a limpiarlos.

Debajo del peto de su armadura, otro galope le preocupaba mucho más que la cerrada noche. Su corazón de enamorado latía más fuerte y más rápido que nunca, atormentándolo con preguntas y remordimientos incesantes.

Gloria, su Gloria, había sido descubierta. El intenso sentimiento amoroso que ella le profesaba hacía ya muchos años, pese a ser la fiel esposa de Don Leopoldo, había quedado en evidencia por obra de un sirviente infiel, quien descontento con su ama, en lugar de llevar la carta al lugar en que Don Ramiro solía pasarla a buscar, la había dejado sobre el escritorio de Don Leopoldo. Éste, enfurecido, había encerrado a su esposa en un lugar secreto del castillo, no le dirigía palabra alguna y le enviaba alimentos y agua en raciones escasas, tan solo aguardando un triste y miserable desenlace fatal.

¡Ah! ¡esas cartas! Ellas eran el aire que mantenía vivo a Don Ramiro. Cansado de desengaños, descreído del hombre y del mundo, retirado de la política y las guerras, Ramiro vivía en soledad absoluta y pasaba sus días orando, meditando, contemplando la naturaleza que bullía en torno a su viejo castillo y esperando tan solo el momento de ir al encuentro de cada carta de su amada.

Es muy probable que, de no existir dichas cartas, Don Ramiro ya hubiese puesto fin a sus días o ingresado en un monasterio cercano, para darse por muerto para el mundo, tal como, excepto respecto de Gloria, él sentía que ya lo estaba.

Para que su presencia fuese más notoria con cada carta, Gloria solía, antes de entregársela al mensajero, apoyarla un buen rato contra su perfumado pecho. Ella pensaba que de ese modo y mucho más allá de sus palabras, que solían repetirse, las cartas llevarían consigo la intensidad de sus latidos, entremezclada con el particular aroma de su cuerpo.

¡Y vaya que las cartas sabían cumplir acabadamente con su misión!

Cuando Ramiro las recibía, antes de abrirlas, las sostenía en sus manos y aspiraba profundamente el vaho que exhalaban. Cada vez que lo hacía entraba en éxtasis, cambiaba de dimensión, habitaba el reino del amor. En ese instante, todos sus pensamientos tenebrosos cedían y la vida, el hombre y el mundo le parecían una creación maravillosa. ¡Quería vivir!. ¡Vivir lo suficiente para tener algún tiempo con ella!.

A la noche, a solas y despacio, se detendría en cada frase, meditaría cada párrafo y suspirando tendría el mejor sueño al que un hombre puede aspirar. En las noches sucesivas, las releería y en cada lectura descubriría un pliegue novedoso de la ardiente devoción de su amada.

Pero ahora todo era distinto. Gloria se moría de pena en su ignota celda y a Ramiro no le importaba vivir si no lograba liberarla.

La noche se tornó más cerrada todavía cuando llegó Ramiro al castillo de Leopoldo. Ello devenía en un arma de doble filo ya que si bien nadie vería su acercamiento, le resultaría muy difícil hallar un camino de acceso y mucho más difícil aún dar con la celda donde estaba enclaustrada su Gloria. Dejó a Rocín atado cerca de un arroyo para que pudiese calmar su sed y su cansancio y con paso ágil, envuelto en niebla y sombra, caminó hasta el muro del castillo, devenido en prisión del amor.

Era su noche de suerte. Por algo dicen que el amor, quizás más aún que la fé, derriba montañas. Por lo menos a Don Ramiro lo hizo chocarse con una puerta sin tranca. Conteniendo el aliento y sin poder dominar su corazón que seguía galopando, se deslizó al interior del edificio. Éste estaba tan oscuro como la noche y para peor el castillo de Leopoldo era el más grande de la llanura castellana. ¿Por dónde empezar a buscarla? ¿ Cómo hacer para dar con ella?

En el silencio absoluto, en la oscuridad más cerrada, solo le quedaban a Ramiro el tacto y el olfato para brindarle ayuda. Tocando los muros y tanteando cada paso, el inesperado recuerdo de las cartas lo sobresaltó. Recuerdo que vino acompañado del aroma inconfundible de su autora. Dudó. ¿Acaso habría sido en orden inverso? El olfato es el sentido más cercano al cerebro, los adictos a sustancias exóticas provenientes del oriente lo saben muy bien. ¿podría ser entonces que hubiera llegado primero el aroma de Gloria y éste a su vez traído el recuerdo de las cartas? De ser así , ella estaría cerca.

Don Ramiro se concentró y empezó, como lo haría un perro de caza, a olfatear el ambiente. Lo sintió, ese aroma familiar que tantas veces había sido la puerta al único mundo que deseaba habitar, tocó sus narinas. ¡Si! ¡Debía seguirlo! ¡Era su única posibilidad!

Inspiraba cada cinco pasos, si el aroma aumentaba su intensidad significaba que estaba caminando en la dirección correcta, si por el contrario disminuía, ello evidenciaba su andar errado, tomaba entonces la dirección contraria.

Tras horas de aplicar su recién descubierto sistema, finalmente dio con Gloria. Ella lo esperaba. Cuando sin decir palabra alguna, la tomó en sus brazos para volver al amparo de la oscuridad, hasta Rocín, quien los llevaría lejos; Gloria, con un ademán abrupto tomó y abrigó contra su pecho un manojo de papeles. Eran todas las cartas que le había escrito a Ramiro en el lapso de su cautiverio.

Comenzaba, a Dios gracias, el tiempo de leerlas juntos.

Enrique Momigliano

San Clemente del Tuyú, 8 de abril de 2015

Algo me pasa con la Edad Media. Cada vez que entro en contacto con ella, en muy diversas circunstancias, no solo me siento más que cómodo sino que me invade una atomósfera de familiaridad inexplicable. Lo vivo como un auténtico regreso al hogar. Pero además es un regreso que me deslumbra, me serena, me retiene y me extasía. Comparto su religiosidad, su profundidad, su romanticismo, su misticismo, sus valores y hasta su forma de medir fuerzas y resolver conflictos. También su supuesto oscurantismo, que para mí, tanto visto desde el rincón de las brujas, como de los monasterios, me invita a sumergirme en sus laberintos. A veces me siento un fuera del tiempo, un embajador de esa época en ésta, con la cual no comparto practicamente nada. La veo superficial, corrupta, materialista, pagana, subvertida y disvaliosa. Y más de una vez me pregunto qué debo hacer en este tiempo ajeno y si de veras vale la pena hacer algo. Dentro de la edad media, la española, desmintiendo mi apellido, me llega mucho más. Quizás sea por ello que cuando en a sesión inaugural del presente año del taller literario EL PRINCIPITO, la consigna de Susana Consolino fue EL AROMA, me propuse dejar vagar mi pluma. Y fue ella, la que muy despacio y con sumo placer me regaló el cuento que antecede. Empezó por los pesonajes que son un mal disimulado homenaje a la emblemática novela LA GLORIA DE DON RAMIRO de Enrique Larreta y armó una historia de caballeros y princesas enclaustradas que me hicieron emocionar al tiempo que la escribía. Me deleitó tanto hacerlo que, mientras prolongaba la cabalgata nocturna mucho más allá de lo aconsejable, dado el tiempo disponible, recordé con horror que estaba escribiendo un cuento y que debía ser breve. Espero que el desbalanceado desenlace no los moleste, esa fue la única causa. Yo que pensaba que jamás podría escribir una novela, creo que si le pongo castillos, espadas, brujas, monjes, princesas y héroes por lo menos me fascinará intentarlo.

Published in: on abril 13, 2015 at 7:16 pm  Deja un comentario  

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